Y que es eso del JPDA Alemania?

Somos un grupo de jóvenes interesados en lo que pasa en Colombia. Vivimos lejos del hogar y la gente que nos vió crecer, pero queremos hacer parte de la transformación de esa sociedad injustamente segregada y discriminada como sub-desarrollada. Queremos contribuir en la lucha que estan librando todos los sectores sociales en Colombia en la reivindicación de los mas básicos derechos. Creemos que en Colombia se puede seguir otro camino, por eso los invitamos a leer nuestros aportes y a suscribir comentarios que nos enriquezcan cada vez mas para mejorar. saludos. JPDA Alemania

11/12/2006

EN ESTE LADO DEL CHARCO


Una conmovedora crónica para el proyecto Popular de Lujo del escritor colombiano Mauricio Gaviria interesado en este episodio por preservar el capital popular y urbano de Bogotá.

BOGOTÁ, Mayo 09 de 2003. Eran las ocho y cinco de la
mañana cuando llegué a la estación Santa Lucía, la penúlti-
ma parada hacia el sur que hace la ruta 70 de Transmilenio
antes de que se acabe la ciudad. Con anterioridad había
acordado encontrarme ahí y a esa hora con Joaquín, un niño
de nueve años a quien nunca había visto. De mí, él sólo
sabía que llevaría puesta una camiseta amarilla para facili-
tar el encuentro, que mi nombre era Mauricio, y que tenía la
intención de acompañarlo a hacer un recorrido en zorra por
el barrio San Jorge.

Aumenté en uno el récord de salidas de la contadora y salí de
la estación. Recostado en un poste de luz había un niño
sosteniendo una bicicleta roja, no se movía y miraba con
atención la actividad de la estación. Parecía estar esperando
a alguien, pero pasó un minuto sin que el amarillo de mi
camiseta le dijera nada. Entonces le pregunté si él era Joa-
quín. No.
El tiempo se estiraba, me impacienté con el temor de que el
encuentro no se realizara, pero sólo llevaba cinco minutos
de espera cuando lo vi: casi sin separar los pies del pavimen-
to, con un trote rápido y desnivelado por una ligera cojera, un
niño con cachucha de jean puesta al revés atravesó en verde
el tráfico de la Avenida Caracas:

- ¿Usted es Mauricio?

Poco después, cuando el día aún no se había decidido en-
tre el sol o la lluvia, estaba a la izquierda de Joaquín, fami-
liarizándome con la espuma húmeda que sería mi puesto
durante toda una mañana de reciclaje. Estaba dispuesto a
ver desde la perspectiva que tiene el trabajo detrás del olor
a caballo, y listo para descubrir el mundo del pequeño que
conducía la zorra. Empecé por disfrutar el ritmo de los cas-
cos de Niño, el caballo de fuerza que le teme al agua como
a nada.

Joaquín es el apodo de un nombre que nadie conoce en el
barrio. Conocen, eso sí, al niño que todos los lunes, miérco-
les y viernes atraviesa en zorra las calles del barrio en busca
de lo que ha sido despreciado como basura. Su trabajo es
reciclar materiales para luego venderlos y ayudar a pagar los
servicios de su casa.

- ¿Y alcanza a ahorrar? Le preguntaría casi al final del recorri-
do, cuando el clima nos había cambiado el destino.

- Sí, a veces.
- ¿Qué hace con la plata?
- La guardo debajo del colchón.

Joaco, como lo llama por cariño su hermana, tiene los ojos
bien entrenados para reconocer a distancia la basura que
merece una segunda oportunidad; el oído calibrado para de-
tectar cualquier ruido extraño en el chasis de la carrocería de
la zorra (a la que se refiere como “el Mazda, el más dañado”);
las manos pequeñas pero suficientes para quitarle en pocos
segundos las tres dimensiones a una caja de cartón; y los
pies forrados en unos tenis blancos que de un pisotón pue-
den convertir una olla de cocina en una lata achicharrada.
Joaquín y Niño se conocen muy bien. El caballo no soporta el
contacto con el agua si no es para calmar la sed; Joaquín
toma ventaja de esta fobia y en vez de usar una fusta, lo
arrea a las malas mojándole el pellejo asustadizo con agua
de charco. Niño conoce de memoria la ruta de trabajo y cuan-
do el cansancio lo vence, no hay fobia ni fusta que lo haga
dar un paso más hacia adelante.

El cascabel de los cascos de Niño había llamado la atención
de dos niños de brazos en seis cuadras y, en ese mismo
intervalo, Joaquín había rescatado de las calles dos cajas de
cartón mojadas con pegotes de harina. Hizo una primera
parada en el negocio casero de una familia del barrio, y al
encuentro de la zorra llegaron una muchacha y un niño car-
gados con bolsas infladas de papel, botellas de vidrio verde y
pedazos de cartón; los dedos casi no les alcanzaban para
sostenerlos. Joaquín me presentó a su hermana y a su ami-
go y colaborador con la naturalidad de su infancia. Susy me
dio un saludo rápido y tímido, sin mirarme a los ojos. Me di
cuenta de que estaba ocupando su puesto y me hice a un
lado, pero ella se sentó detrás de mí, examinándome mien-
tras Jason tomaba su lugar a la derecha de Joaquín.

La muchacha, de 18 años, llevaba puesta una cachucha de
los New York Yankees, una camiseta de millonarios y un
pantalón de sudadera con cicatrices de hilo azul. Jason, de
11 años, tenía un moco que jugaba a las escondidas con
cada respiración, y en el muslo del dedo gordo, un pequeño
tatuaje que todavía le ardía. Era la forma de la inicial de su
nombre; él mismo se lo había hecho el día anterior con tinta
china y una aguja desinfectada.

No alcanzamos a darnos un apretón de manos cuando Niño
arrancó con un impulso frenético, obligado por el charco que
Joaquín le había vaciado en dos cuotas de un vasito desecha-
ble. A las tres cuadras, después de saludarse a distancia con
varios de sus conocidos, Susy y Jason descendieron de la
zorra. Joaquín y yo seguimos hacia una panadería donde casi
siempre encuentran cajas de cartón y tres o cuatro buñue-
los regalados. Me contó cómo el recorrido siempre es igual:
La zorra hace paradas obligadas en diferentes negocios de
los que obtienen ciertos materiales dependiendo de la natu-
raleza del establecimiento, mientras que Susy y Jason explo-
ran los alrededores en busca de algún material de interés.
Devorándose un buñuelo que casi no podía agarrar con
una sola mano, Joaquín me habló de su casa. Vive con sus
padres, cuatro hermanos, y un sobrinito, el hijo de Susy. “Yo
soy el último pero el último es mi sobrinito que es como mi
hermano”, dijo. “Todo lo mejor que encontramos es para
Alex”.


La familia entera se dedica al reciclaje: Su padre, don Luis,
recolecta madera y la transforma en carbón para vendérsela
a los pequeños negocios de “pincho y arepa”; Maria Nelly,
que con 55 años está 26 detrás de don Luis, organiza en la
casa el aluminio que sólo llevan a vender cuando la cantidad
es considerable; y tres de sus hermanos -Otto, el Mono y
Milton- son la tripulación de otra zorra impulsada por Negro,
un caballo cuyo pelaje de burro está percudido por el sol.
Cuando el único rastro del buñuelo eran los labios grasien-
tos de Joaquín, reaparecieron Susy y Jason y su amigo por la
esquina del CAI del barrio. No habían encontrado nada, se
acercaron agarrados de gancho, trotando a saltitos avanzan-
do al tiempo con el mismo pie. Le reclamaron a Joaquín los
buñuelos que él había escondido con una picardía que no
pudo disimular con los ojos. Acostumbrada a las bromas de
su hermano menor, Susy los descubrió bajo una roída cha-
queta de cuero; tomó uno para ella y el otro se lo pasó a
Jason. Esta vez se sentó a mi lado y empezó a comer sin
pudor.

De nuevo fustigado con el castigo del agua, Niño dio un
brinco enérgico para alcanzar el trote rápido que le gustaba
a Joaquín quien, alegre, imitaba con la lengua y el paladar el
sonido de un carro a toda marcha. Pero esta vez Susy lo
reprendió.

- ¡No le eche más agua que lo va a cansar!
El último destino del recorrido era Matatigres, el epicentro
comercial del reciclaje donde todo se compra y se vende, y al
que nunca llegaríamos si las energías de Niño se consu-
mían; esa era la preocupación de Susy. Joaquín, entonces,
marcó el paso con fuete burlándose de la advertencia con
una mueca.

Nos dirigíamos hacia su casa para descargar un poco de
aluminio y alguna chatarra antes de continuar. De camino
hubo un episodio que disolvió el silencio incómodo que se
había gestado con el regaño.

- Mire qué piernas. Me dijo Joaquín.

Mi instinto no detectó nada llamativo, la única persona que
pudo haber inspirado el comentario era una señora de unos
40 años que atravesaba, embutida en un vestido de paño
café, una calle a diez metros.

- Parece un hipopótamo. Remató Susy cuando entendió el
tono irónico de su hermano.

- Esa es la señora Miryam. Les dijo Jason serio y en tono de
reclamo por la burla.

Pero luego él mismo no pudo evitarlo y soltó una carcajada
contagiosa que le ganó a toda intención de respeto a los
mayores.

Sin que nadie se lo ordenara, el caballo se detuvo antes de
subir la loma empinada donde está la casa con piso de tierra,
paredes de tejas y latas, y puertas de tablas de madera que le
sirve a la familia Herrera como depósito y hogar.

Joaquín me invitó a conocerla, entramos por la parte trasera,
atravesando un potrero alto desde donde se veían los techos
ferrosos de la casa y, al fondo, los colores pastel del barrio San
Jorge. Me señaló con el dedo índice el corral de los caballos, el
palomar que construyó su papá y en el que “viven cien palo-
mas”, el gallo color atardecer, la gata y los seis gatitos bebé
durmiendo debajo de una cama, las fotos borrosas de familia-
res y amigos, su afiche del Nacional, su cobija con el escudo
del Nacional, su cuarto y el de cada uno de sus hermanos, un
reloj despertador en forma de violín, el Ferrari de plástico rojo
en el que se va a montar su sobrinito cuando las piernas le
alcancen, y un perro negro, lizo, que enrollado sobre sí mismo,
buscaba calor sobre la tierra húmeda.

El cuarto de Joaquín tenía aproximadamente dos metros de
largo por uno y medio de ancho, no había ventanas, sólo
puerta. El de Susy era más amplio y organizado; estaba ador-
nado con un cuadro de la selección de Millonarios, y con
carteles de ositos rosados y mensajes amorosos.

Sobre su cama estaba sentado en ángulo recto el bebé con
los ojos más grandes y brillantes que puede tener un bebé
de un año y dos meses. Mientras Susy se peinaba sin espe-
jo, Alex, su hijito, jugaba con un tornillo de ocho pulgadas
que alcancé a quitarle, sin producir ninguna amenaza de
llanto, antes de que en su boca el juego se convirtiera en
emergencia.



Cuando salimos de la casa por la puerta de adelante, Jason
ya había descargado lo necesario y había dejado todo bien
dispuesto para continuar con el recorrido. Colgados de las
rejas de madera que constituyen la carrocería, había costa-
les para almacenar cada tipo de material: Chiros (pedazos de
tela, ropa inservible), papel, plástico, empaques fabricados
con cartón y plástico, latas de cerveza y gaseosa, tatuco
(envases plásticos de detergentes), y papel periódico. El es-
pacio del centro de la zorra estaba libre para más cajas de
cartón, vidrios y botellas.

Eran las diez de la mañana y el camión de la basura, el mejor
aliado del reciclaje, se anunciaba en el barrio con pitos estri-
dentes.

Juan Herrera (o.c), otro hermano de Joaquín, es el dueño de
la zorra que, sin caballo, costó 150.000 pesos. Para poderle
sacar provecho, Herrera logró un soborno vitalicio con la
complicidad del conductor y los dos recolectores del camión
de Aseo Capital.

- Mi hermano compró la ruta por 10.000 pesos. Dijo Joaquín.
Somos los únicos que podemos recoger lo que ellos dejan.
El pacto se cerró con la condición de que los empleados de
esta empresa ignoran, a cambio de una gaseosa gratis por
cada día de trabajo, todo lo que para los zorreros es prove-
choso.

Llegamos al encuentro de “el carro”. Susy y Jason, aprove-
chando el tiempo que los hombres gastaban en cargar la
basura al camión, fueron a una frutería cercana, buscando
cajas de cartón y, más que todo, cualquier cosa que mitigara
de nuevo el hambre que el buñuelo apenas había alcanzado
a distraer. La dieta de la familia de Joaquín es todos los días
incierta:

“Cuando hay, mi mamá nos cocina. A veces nos hace carne,
arroz y sopita”, me decía Susy cerrando los ojos, imaginán-
dose la delicia con el paladar. “De resto no comemos sino lo
que nos regalan por ahí. Por la mañana salimos con un tinto
y un pan, cuando llegamos tinto y pan es nuestra cena”.
Luego olvidaba el hambre y, apretándole en burla un cachete
a Jason, había dicho: “este si come todos los días, mírelo
cómo se le nota, está gordito”.

Esta vez los dos amigos no volvieron con las manos vacías,
traían una bolsita plástica llena de sobrados de cocada.
Empezaron a comer mientras yo escribía fingiendo con-
centración hasta que Susy, sabiendo que no interrumpía,
me extendió una suculenta manotada pegachenta. Me las
comí con agrado, sin pensar en las manos sucias, y sin
pesar de que no las hubieran compartido también con Niño;
“a él no le gusta lo dulce”, me había dicho Joaquín.

El camión de la basura había avanzado una cuadra y detrás
de él quedaron, sin ser tocados, dos bolsas negras y una
pequeña caja de madera. Susy y Jason, como de costumbre,
dejaron la zorra y caminaron explorando las calles aledañas.
Cuando su hermana se había alejado lo suficiente, Joaquín
le robó agua a un charco que se estaba extinguiendo pues el
sol se había apropiado de la mañana y, como bautizándolo,
salpicó insistentemente a Niño hasta que logramos alcan-
zar con paso ágil al camión.

Ayudé a Joaquín a ubicar en la parte central de la zorra lo que
habíamos divisado desde lejos. Las bolsas y la caja estaban
llenas de papeles, revistas, juguetes dañados, cuadernos
rayados, trabajos manuales de colegio, trozos de plástico y
cosas aparentemente inservibles. Joaquín tenía la misión
de sacarles todo el provecho posible, me encargó sacar los
plásticos de la caja y depositarlos en el costal correspon-
diente. Con una rapidez que yo no podía igualar, el niño llena-
ba el costal del papel y desechaba sin vacilar lo que no le
interesaba. Pude ver cómo la noción del juego se le coló al
deber del trabajo cuando, como sacados de un cofre miste-
rioso, se guardó en los bolsillos una pistolita de metal sin
gatillo, un muñequito de plástico y dos bolitas de cristal. No
los examinó detenidamente, también se guardó las ganas,
tal vez esperando el momento adecuado.

Susy se había encontrado, en su exploración, una cartera de
cuero. Exagerando los gestos y el caminar de una dama de
clase alta, volvió a la búsqueda de más materiales diciendo:
“Compré un bolso. Es traído de España”. Jason la siguió
celebrándole el chiste.

Mientras tanto, yo estaba teniendo mi experiencia con la
caja y los plásticos. Joaquín se burló de mí expresión al
percatarme que tenía las manos y los antebrazos totalmen-
te untados de excremento de gallina.

- ¡Mierda! Dije más para mí que para el mundo.

Sin poder maldecir en voz alta y en un intento por desviar la
atención de mi miseria, que tampoco incluía la posibilidad
de lavarme, miré al cielo y con un suspiro de resignación dije
lo primero que se me ocurrió:

- Parece que va a llover.

Joaquín se detuvo por un segundo para mirar el pedazo de
cielo gris que contrastaba con el verde de los cerros inhabi-
tados. Siguió guardando por inercia manotadas de hojas arru-
gadas en el costal de fique y dijo:

- No creo, ¿quiere que llueva o que haga sol? Nosotros no
somos los que mandamos, es mi Dios. El mundo es de él, él
verá.

Tenía razón, la lluvia había cedido ante el sol y para fortuna
de Niño, todos los charcos se estaban evaporando. Segui-
mos por horas detrás del olor agrio del camión de Aseo Capi-
tal, siempre con Susy y Jason adelante, haciendo una
preselección. Cuando llegamos a la plaza de mercado, el sol
atacaba con rayos verticales; el calor condensado exaltaba
el olor a cebo de las carnicerías, la salmuera de las pescade-
rías, y la cáscara de naranja que dominaba en las fruterías.
Joaquín encontró un talego con unas cuantas zanahorias
podridas que tuvieron la aprobación del olfato y el paladar de
Niño: las devoró sin importar la incomodidad del freno metá-
lico que se escuchaba chocar contra los dientes a cada mo-
vimiento del hocico.

Dejamos la plaza a cambio de algunas botellas vacías de
champaña y una casi llena de piña colada. Joaquín estaba
cansado, me pidió el favor de que fuera yo quien bajara con
un brinco de la zorra para recoger las cajas que encontrába-
mos en el camino. “Ya vamos a acabar, nos falta hacer el
bastón y terminamos”, me dijo. Se refería al último tramo
que hacía el camión como dibujando en las calles la figura
de un bastón. Después del bastón, si Niño no flaqueaba,
continuaríamos hacia Matatigres.

En un ultimo receso, después de cuatro horas de trabajo,
Susy desgonzó la cabeza sobre la carrocería, a Jason le sa-
lían gotitas de sudor en el bozo, y Joaquín tenía cara de
bostezo.

- ¿Nos gasta un jugo? Me preguntó Susy.

Una tiendita que también era la casa de los dueños fue el
oasis. La zorra estuvo parqueada mientras los cuatro com-
partíamos con la mudez del apetito dos paquetes de papas,
uno de cheetos y otro de rosquitas; calmamos la sed con
jugos amarillos de los que nunca reciclamos los empaques
plásticos. Tres chocolatinas Jet darían paso hacia Matatigres.
Ya estábamos alcanzando la Avenida Caracas cuando el ca-
ballo se detuvo tercamente. La vista de la gran avenida le
anunció que el recorrido continuaba, pero él no estaba dis-
puesto a seguir. Joaquín tiró de Niño por el bozal, le dio pal-
madas en el lomo, lo fustigó en las crines con el cuero de las
riendas, le gritó “¡sshka, sshka!”. Pero no se movía. Enton-
ces Susy, Jason y Joaquín intentaron empujar la zorra como
si se tratara de un carro que literalmente se había varado
mientras yo sostenía inútil y sin autoridad las riendas del
caballo. Todos los intentos habían sido en vano; Niño no
tenía patas ni voluntad para seguir adelante.

Joaquín buscó con una mirada rápida el vasito desechable
donde venìa almacenando los charcos de propulsión, pero
su plástico cuerpo había sido estrangulado y en las calles no
quedaba charco vivo. Susy puso de manifiesto el problema.

-Por lo que veo no ha hecho sino echarle agua al caballo,
¿no? Le dijo inquisidora a su hermano, apuntándole de arri-
ba abajo con la mirada.

Joaquín lo negó inventando que a Niño le estaba doliendo
una pata.

- Estará jodiendo por la pata. Dijo.
- ¿Cuál pata? Preguntó Susy elevando el tono de voz hasta la
escala del enfado.
- Es que se le cayó ayer una herradura en el corral.

Pero el examen incrédulo de Susy demostró que el caballo
tenía las cuatro herraduras bien puestas, y se dio cuenta de
que, a pesar de sus advertencias, Joaquín había seguido
inyectándole impulsos forzados a Niño, tantos que ya no
tenía fuerzas para continuar con la jornada del día.

- Tocará venderle al muchacho de acá. Dijo Susy entre dientes.

Hablaba de un joven del barrio que compraba materiales casi
al mismo precio que les hubieran ofrecido en Matatigres.
Mi expectativa de conocer el epicentro comercial de la actividad
de los recicladotes se había ahogado en charcos de agua
sucia.

Llegamos al lugar; una bodega sucia y descuidada atendida
por un moreno que escribía con un lápiz casi sin punta.
Desmontaron la reja trasera de la carrocería y cantando siem-
pre el mismo verso de un vallenato, desocuparon sobre una
pesa, uno por uno, los bultos con los materiales que habían
recolectado.

Por 3 kilos de chatarra les pagaron 360 pesos; por 37 de
cartón, 6.660 pesos; por 14 de papel, 980 pesos; por 1.5 de
plástico, 300 pesos; y por 21 tarros de plástico, 650 pesos.
Vendieron cada botella de vidrio a 200 pesos y cada lata de
cerveza a 100.

Luego de una operación que no necesitó calculadora, el
muchacho le pagó a Susy en efectivo un total de 13.200
pesos. Joaquín no preguntó cuánto había sido la venta, juga-
ba con otro niño menor que estaba maravillado con las bolitas
de cristal. Jason montaba en una bicicleta prestada, y Niño,
sin esconderse de nadie, inundó la acera con un charco de
orín espumoso.

Eran las dos y diez de la tarde cuando tomé la ruta 70 hacia
el norte de la ciudad. Me senté en un puesto que no era de
nadie, soporté el calor y la suciedad que ahora cargaba mi
camiseta amarilla. Empecé a sentir un cansancio infinito y,
más aún, un regocijo compensatorio que no pude compartir
con nadie: Alex, el bebé con los ojos más grandes del mundo,
recibiría de su tío de nueve años una pistolita de metal sin
gatillo, un muñequito de plástico y dos bolitas de cristal.

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