Por Mario Méndez*
Un supuesto nuevo rico, honorable sin duda, navega entre dudas que busca despejar. Le ha llegado una inesperada herencia y no sabe en qué invertir su cuantiosa fortuna: ¿Establecer una red de narcotráfico? ¿Dedicarse a la trata de blancas de nivel? ¿Negociar con armas? ¿Montar una EPS?
Las cuatro posibilidades ofrecen la expectativa de grandes rendimientos económicos, pero todas presentan aspectos que un hombre decente se resiste a aceptar. El narcotráfico, se sabe, ha creado grandes fortunas pero como actividad tiene ribetes inaceptables para el personaje de marras. La trata de blancas implica
explotar sexualmente a las víctimas de virtual secuestro, como mercancía, sin escrúpulos ni miramientos hacia el respeto por el cuerpo. El negocio de fierros para la muerte, por debajo de la legislación, tampoco parece propio de gente que por su condición rechaza un mundillo tan sórdido como ese. Pero el negocio de la salud ‘le suena’ al ahora potentado hombre que busca establecerse bien en el mundo de la actividad económica.
En las tres primeras opciones el rico encuentra factores de riesgo, fuera de que no cuadran con su concepción de vida y su temperamento: ¿Y si pillan los eslabones del tráfico y me encanan? ¿Y si me agarran y me acusan de prostituir y secuestrar a los jóvenes, muchachas y muchachos sometidos? ¿Y si me vinculan con las redes guerrilleras o del paramilitarismo? Pero también le repugnan las implicaciones éticas consustanciales a las tres. Quedan por analizar los peligros de participar en las lucrativas EPS: ¡pero si no hay riesgos! ¡Todo es legal! ¡Qué chévere! Y además protegido y amparado por el Estado, por las leyes de los países envueltos en el neoliberalismo, sin más esfuerzo que esperar dividendos y atractivas alzas en el valor de las acciones. Sin embargo, el hombre se desconcierta al percatarse de cosas que para él habían pasado inadvertidas.
¿Qué ocurre con las EPS como negocio? El nuevo hombre “del billete” revisa balances empresariales para precisar los niveles de utilidad, y encuentra que hace unos tres años los resultados para el sector salud fueron más jugosos, porcentualmente, que los del sistema financiero. Y entonces se dice que esto no puede ser un camino abierto para un hombre escrupuloso. Porque en cualquiera de las tres formas de negocio a uno le pueden madrugar con un tiro o un carcelazo, pero esto de traficar con la salud no es para él, que se considera una persona de buenas costumbres.
Incidentalmente, el feliz heredero se entera de ciertos detalles que considera monstruosos cuando se trata de la salud de la gente que cotiza y espera y requiere y no adquiere una atención que se le birla y se le niega mediante los protocolos propios del “negocio”. Porque esto, el negocio, no es una forma de beneficencia sino una actividad que al accionista, a los dueños de las EPS, debe darles rendimientos en sus cuentas bancarias. Aunque los médicos no siempre pueden escapar de las culpas de la desatención, lo cierto es que la estructura de las EPS está concebida para ganar, negar servicios mediante la racionalización de los mismos, con auditoría y todo, con estímulos y castigos velados y todo, mientras vemos el horrendo paseo de la muerte, peor que el paseo millonario, en que los pícaros exponen el pellejo; peor que la dinámica del paramilitarismo,
que para sus actores ofrece innegables peligros, ausentes en el caso de los mercaderes de la salud.
Mostremos un caso concreto, entre miles, entre millones. Llega una joven con dolencias en su estómago, vomitando sin parar, arrojando todo “por entrambos canales”, y el médico le toma la temperatura y ordena unos exámenes de laboratorio. Nada de dejar en observación en una camilla: ¡ni un mejoral! O sí, un
calmante, como la golosina para el niño que molesta, mientras el galeno suelta un juicio duro e irresponsable: “¡Es que la joven es sobona y quejumbrosa!”. El facultativo está amparado por su blusa, pero también, es justo decirlo, vive acosado por el ordenamiento de su oficio, dictado no por médicos sino por comerciantes, actuarios gélidos, gente avara, ingenieros de los tiempos y movimientos, y bajo los preceptos de un implacable vademécum al que se encuentra atado sin remedio.
La joven del paseo de la muerte, luego de insistente búsqueda de atención, no aguanta más, y con el ánimo de no dejarse sacar de allí va a parar con su madre y su hermano a una clínica donde los médicos la atienden de inmediato y sin indiferencia, con preocupación por lo que consideran que puede ser un caso difícil. “Si esta joven hubiera llegado aquí unas tres horas más tarde, ¡adiós vida!”, dice el cirujano, que ordena alistar el quirófano para intervenirla y explorarla a medianoche y encontrar un estado grave de infección generado por oclusión intestinal. Las secuelas no faltan: que los riñones, que los pulmones, que la neumonía… todo en medio de una galopante deshidratación y un debilitamiento general.
Agreguémosle a esto la anécdota de una médica que ejerce en Pereira para una EPS. Es un hecho que debiera tener otro nombre, porque las anécdotas suelen ser inofensivas, ligeras, insólitas sí pero inocentes. La médica risaraldense viene recetando un medicamento contenido en el POS pero de cierto costo, lo cual
no les hace gracia a los dueños de la tienda, digo… del negocio de la salud. Entonces la profesional de la medicina recibe una carta amenazante, indecente, grosera, según la cual ella deberá abstenerse de prescribir tal remedio dentro de determinado período, so pena de no sabemos qué cosa, y cuando decimos “so
pena” no estamos ante algo bueno.
Rematamos la anterior referencia con una manifestación puntual: el mal está básicamente en la estructura concebida para una actividad social que debiera funcionar bajo parámetros humanos, para seres humanos, para necesidades humanas, cosa imposible cuando el objeto de tal actividad se ejerce desde los conceptos de fríos negociantes. Mejor dicho, la salud debe estar en manos del Estado. En defensa de este principio, observemos el comportamiento comparativo de las cifras en una salud pública y una salud privada. Hoy son mayores los recursos destinados a la salud pero ésta ha perdido calidad. ¿Cómo explicar este absurdo? Pues, sencillamente, que esos recursos se quedan en la intermediación, o sea, en el patrimonio personal de los accionistas. Todo por efecto de la Ley 100, que privatizó un sector tan especial.
¿Qué hacer, entonces, se pregunta el nuevo rico, que adicionalmente a sus fajos de billete tiene una conciencia que no compagina con ciertas formas toscas moralmente de ganar plata? Está inclinado por dejar su dinero debajo del colchón o en una cuenta cuyos intereses, así sean poco atractivos, le aseguren al menos
mantener un nivel de fortuna que le permita pasarla bien durante el resto de sus días. “¡Pero con el alma tranquila!”.
No obstante los repetidos estragos que se van conociendo, los sucesivos gobiernos carecen de la ideología y el valor necesarios para ponerle coto a esta situación aberrante. Todo se reduce a pañitos de agua, aflojando hoy, apretando mañana, tolerando siempre: ‘cambiando’ para que todo siga igual.
Nuestro hombre imaginario del billete fácil se salva por su rechazo a lo inmoral, a lo canalla, a lo sucio de los balances popochos y pulpitos, mientras los negociantes de la salud deben seguir siendo señalados con el dedo acusador de una sociedad que habrá de continuar luchando contra esta monstruosidad en que unos se lucran mientras la contraparte, los pacientes, los enfermos, los usuarios, ¡que se mueran pero que antes coticen y paguen bonos y se ejerciten en el paseo de la muerte!
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